En la falda de la montaña Hiel de Kioto se encuentra un templo del cual no tengo recuerdos después de visitarlo
¿Vamos a Rurikō-in?
Kyoto, 6:10 am.
No puedo hablar de Rurikō-in sin antes mencionar la mañana de aquel día, porque no fue una mañana normal. Entre los arroyos del parque de Nara, la que fuese la capital del imperio japonés entre los años 710 y 784, los famosos ciervos que caracterizan este lugar despertaban muy temprano. Pero claro, la diferencia era la hora.
En ese momento éramos apenas unas cinco personas, ahí a campo abierto lo que había era intimidad. Los ciervos, sin miedo alguno, se escabullían entre los arces rojizos del otoño con apenas intención de notarnos. Los cinco fotógrafos que estábamos ahí solo podíamos quedar en silencio y refugiarnos en el interior de nuestras cámaras sin ganas de escuchar ni hablar. En ese momento, todo lo que sucedía afuera era ajeno y a la vez propio.
Nada sobraba.
Nada faltaba.
Sucedía que aquella tarde tenía una reserva para un lugar a 47 kilómetros al norte del parque de Nara, un templo llamado Rurikō-in. Ubicado en las faldas del monte Hiei, Rurikō-in era una antigua casa que más tarde se convirtió en un templo.
Dice la historia que el príncipe Oama, el cual luego se convirtió en el Emperador Tenmu, sanó una herida de flecha que sufrió en la guerra imperial de sucesión de Jinshin en el año 672 aquí. Pero lo que hace que este lugar sea algo más que un templo es lo que sucede cuando los arces empiezan a morir y en su lento descenso, su follaje se transforma en impresionismo. Juro que no había visto tanta gama de colores cálidos como la que vi este día.
Ruriko-in debe su nombre a sus jardines de musgo que cubren el suelo deformándolo de cualquier horizontalidad. El templo empieza a ser una simple excusa para proveer a quien lo visite de un techo para no mojarse, de un refugio en el cual pueda rezar. Pero Ruriko-in es un templo sin templo. Es decir, lo que menos existe aquí es el edificio:
¿Notan que en cada fotografía que tomaba, lo que menos importaba era el edificio en sí? Ruriko-in ejemplifica una parte vital del espíritu de la arquitectura japonesa, donde la edificación no busca destacar por sí misma, sino que sirve como un marco sutil del paisaje. Llegaba el punto en que lo único que pretendía ser edificio, eran las líneas paralelas que se entrecruzaban con la explosión cromática del exterior.
Entonces llegas aquí y entiendes todo y nada. Una masa de personas están agolpadas en el borde de una mesa, viendo, fotografiando, carcomiendo. En este momento nadie es nadie: es total oscuridad. Ninguna luz está encendida, no existe manera alguna de apreciar detalles de vigas o de ensamblajes de madera. ¿Cómo apreciar la arquitectura de este lugar, cuando no puedo ver siquiera el edificio mismo?
En ese momento, en ese lugar, en esa época del año y a esa hora todo confluía aquí. En ello no había nada excepcional: una mesa, una ventana y un jardín pero todo en extrema comunión con el espectador. Todo en comunión conmigo. Esta habitación podría ser un espacio diminuto en un mapa, pero en ella cabe el universo entero.
Daba igual. Daba igual como verme encerrado en mi cámara persiguiendo las gotas de agua que le caían a un ciervo indiferente a mi existencia. Daba tan igual como la habitación en la que el templo en su oscuridad renuncia a ser un edificio para rendirse a su entorno.
En muchos de mis viajes terminaba siempre rendido ante un edificio, pero entrar a Ruriko-in era más que entrar en un templo. Si me lo preguntan no recuerdo absolutamente nada de la forma del mismo. No podría dibujar su planta o su alzado, terminaría siendo un trazo vernáculo y sencillo como el dibujo de la casa que haría un niño. Es que Ruriko-in por un momento del año, no es más que un techo y cuatro paredes.
Cuando se tiene todo, no se necesita más.
Nada sobra.
Nada falta.